Un futuro sombrío para la nación
Con el final del libro de Josué, la narrativa bíblica no deja lugar a dudas en cuanto a que la lealtad y obediencia de Israel como pueblo del pacto tiene un color turbio que no depara buenos augurios en lo que continuará en el relato inspirado. Josué es el líder que, con 90 años, entrega la tierra en posesión prometida aunque los pormenores de su último mensaje dejan entrever que no existe un compromiso piadoso de parte de la nación, puesto que aún siguen teniendo dioses ajenos entre ellos (Jos. 24:14). Se vislumbra una ausencia de liderazgo piadoso y si no fuera porque Deuteronomio 17:14-20 contiene instrucciones para la elección de un rey que «aprenda a temer a Jehová su Dios» (Dt. 17:19), las expectativas serían aún más oscuras. ¿Cómo es que los libros que continúan en el canon bíblico nos ayudan a comprender de manera más diáfana la necesidad de que emerja un gobernante que arrojará esperanza de cara al futuro?
Debido a la negligencia de la nación en echar a los cananeos, la unidad tribal se fracturó y la idolatría profundizó la severidad.
Jueces, y la idolatría en desenfreno
El libro de Jueces es un libro fascinante aunque triste y, en algunos aspectos, desagradable; el rápido declive de Israel y su abjuración del pacto es devastador; la reiterada frase de «en aquellos días no había rey en Israel» (Jue. 17:6, 18:1; 19:1; 21:25) se entrelaza con «la apostasía de Israel ocurrida siete veces como se registra en el libro… y Dios utilizando las naciones vecinas para oprimir a su pueblo y ponerlo de rodillas. [Dios] envía un libertador que los libera»[1]; pero lo que realmente está demostrando es la imperiosa necesidad de un Rey justo, y el que cada uno hiciera lo que bien le parecía es un indicador que deja el narrador inspirado para mantener al lector en el verdadero mensaje que trasciende a Jueces: Se necesita un Rey conforme al corazón de Dios. Debido a la negligencia de la nación en echar a los cananeos, la unidad tribal se fracturó y la idolatría profundizó la severidad; sin embargo «un rey podía convocar a las tribus a la acción y su liderazgo personal podía fusionar los elementos dispares en una unidad efectiva»[2]
Rut, un oasis en medio del caos
El libro de Rut, introduce al lector a un oasis en medio del caos religioso y político de Israel ya que esta historia se ubica cronológicamente en el tiempo de los jueces (Rut 1:1) y eso ya de por sí le otorga al relato un dramatismo y cuota de expectación única. Varios son los factores que en un inicio no parecen tener sentido pero que, a medida que se avanza en esta breve historia, terminan formando un cuadro de exuberantes colores divinos, que devuelven al lector al punto principal del metarrelato que señala a un Rey soberano que traerá paz, justicia y seguridad. Como puntapié inicial para esta seguidilla de «eventos casuales» hay que destacar que la historia comienza con una familia que se aleja de Israel, la tierra que Dios había prometido. Elimelec, por causa del hambre en la tierra, es quien lleva a su familia a vivir a Moab donde muere, al igual que sus dos hijos quizá como juicio divino, aunque «el texto dice tan poco sobre Elimelec o sus hijos que es difícil argumentar que éste sea su énfasis»[3] .
Su esposa Noemí, queda sola con sus dos nueras moabitas una de las cuales era Rut. Y aunque el libro de Deuteronomio prohibía la unión con moabitas (Dt. 23:3), Rut llega a formar parte de la familia cuando ambas regresan a Belén y es desposada con Booz. Es la confesión de Rut de seguir a Jehová como su Dios la que evidentemente la coloca dentro de la familia del pariente cercano al tomarla por esposa y de quien nacería Obed, padre del futuro rey David. Quizá la nación creyó que Dios los había desamparado, pero la realidad es que al llegar al tiempo de David, el lector descubre que Dios soberanamente construyó los puentes necesarios para que naciera el rey que había escogido para reinar sobre su pueblo. Esta refrescante historia de Rut no hace más que demostrar que la música de fondo en la narrativa previa al tiempo de la monarquía, es el irrevocable accionar divino de llevar adelante su plan para la llegada de un Rey que la nación precisaba con indiscutible necesidad, pero que no estaba en condiciones de obtener sin la intervención de Dios.
El pacto davídico sentó las bases para esta verdad escatológica ya que, si bien en los posteriores relatos de la historia sagrada los sucesores de David fallaron gravemente; el futuro Rey esperado reinaría en justicia y equidad.
1 y 2 Samuel, llega la promesa esperada
Finalmente, la historia sagrada deposita al lector en los libros de 1 y 2 Samuel, que se conoce simplemente como «Samuel» en el Hebreo, es decir como un solo libro. Se debe recordar que este libro comienza donde finaliza Jueces (teniendo a Rut como un paréntesis revelador), y entonces hay que traer a la memoria que las condiciones espirituales de la nación no han mejorado en absoluto. Cuando a Samuel, como último juez, se le requiere de parte del pueblo que les de un rey «como tienen todas las naciones» (1 Sam. 8:5) se vislumbra un problema ya que «el hecho de mirar a todas las demás naciones como modelo podría insinuar que veían como camino a seguir los patrones culturales contemporáneos en lugar de buscar la voluntad de Dios»[4] . A pesar de esto, Saúl es elegido rey y se esperaba que Dios gobernara a través de su mediación, pero el rey no correspondió a la voluntad de Dios y fracasó en su reinado (1 Sam. 13 y 15), aunque también esto fue una muestra de que toda la nación estaba desviada del verdadero propósito divino.
Dios levantó entonces a David a quien la Escritura señala como «un varón conforme a su corazón» (1 Sam. 13:14). Su aparición es la esperanza más grande desde que Samuel entró en escena. Es allí que el narrador bíblico destaca la aparición del pacto davídico (2 Samuel 7) No había habido un pacto incondicional desde el pacto Abrahámico. Sin embargo, el lector pronto descubre que también David es falible cuando adultera y asesina (2 Samuel 11). Los subsecuentes y reiterados fracasos como padre son también una nota de atención que indica que aún se espera un Rey genuino y salvador. Pero el pacto davídico sentó las bases para esta verdad escatológica ya que, si bien en los posteriores relatos de la historia sagrada los sucesores de David fallaron gravemente; el futuro Rey esperado reinaría en justicia y equidad. En este pacto Dios asegura a David que un descendiente suyo reinaría para siempre cuando le promete: «yo afirmaré para siempre el trono de su reino». (2 Sam. 7:13), y luego: «y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (1 Sam. 7:16). David quiso construir un templo a Jehová, pero le fue prohibido por ser un hombre de guerra (1 Cr. 22:8; 28:3); sin embargo, «recibió mucho, mucho más de lo que podría haber esperado dar, y cualquier decepción por tener que permitir a otro el privilegio de construir el templo fue superada con creces por la seguridad de la bendición que se extendió hasta la eternidad»[5]. Las palabras «casa, reino y trono» (2 Sam. 7:11, 12-13, 16) contienen la esencia de lo que hace referencia a este pacto de Dios con David y su casa.
Conclusión
De esta forma, lo que Dios comenzó prometiendo incondicionalmente a Abraham (Gn. 12, 15); que Israel no pudo cumplir desde su parte condicional (Ex. 19-20); Dios vuelve a confirmar sin condiciones a David en este pacto; y tanto los libros de Jueces, Rut y Samuel no dejan lugar a dudas de la necesidad que imperaba en ese entonces para la aparición de esta promesa tan esperada para Israel debido a todos los pecados que crecieron de generación en generación a través de las historias que estos libros narran.
[1]Robert Boyd, Boyd’s Bible Handbook (Eugene, OR: Harvest House Publishers, 1983), 128
[2]Arthur E. Cundall, Tyndale Old Testament Commentaries, Judges (Nottingham, England: Intervarsity Press, 2008), 27
[3]Jason Driesbach, Cornerstone Biblical Commentary, Ruth (Illinois: Tyndale House Publishers, 2012)
[4]Mary J. Evans, Understanding the Bible Commentary Series, 1&2 Samuel (Grand Rapids: Baker Book House, 2000), 64
[5]Joyce G. Baldwin, Tyndale Old Testament Commentaries, 1&2 Samuel (Nottingham, England: Intervarsity Press, 2008), 405